El arquitecto de la emoción:

Un tributo a  Allen Ginsberg

 Catedral de St. John the Divine

14 de Mayo de 1998, Nueva York

 

 por Livia Sian Llewellyn

 

Cuando era niña, solía pasar horas dibujando fantasías arquitectónicas: garabatos de ciudades planeadas hasta la última habitación, el último placard. Cada detalle se desarrollaba bajo mi mano paciente. Ya entonces, entendía y respetaba el poder que tiene la arquitectura de crear algo de la nada, de tomar cielo y tierra y formarse en derredor, celebrándolos y desafiándolos a la vez, una paradoja de la creación artificial que cambió el mundo natural que la rodea. Más adelante, cambié la arquitectura por las palabras, en poesía, canción, y finalmente, actuación; pero el destino era el mismo, el acto en sí era el mismo: la creación partiendo desde algo que no existía excepto en los sueños de la mente humana, y una esperanza de que perduraría más allá del transcurso de la vida del creador. La palabra, la arquitectura del alma, era para siempre.

El jueves 14 de mayo a las 5 de la tarde, bajé cuidadosamente los resbaladizos escalones de cemento que llevan hacia el subterráneo en la calle Prince. Un amigo y yo subimos, entre la multitud de la hora pico, al tren N que va a la calle 42, y procedimos a escuchar a cientos de desconocidos que hablaban de Elaine y Jerry Seinfeld, como si recién hubiesen terminado de hablar con ellos por celular. Giré mi cabeza para mirar los anuncios, y en lugar de los carteles de plástico de siempre de clínicas para mujeres, whisky, y los tratamientos faciales del Dr.Zizmor, había una franja continua que publicitaba un cereal, con las palabras “yadda, yadda, yadda” repetidas infinitamente. Desvié la mirada, pero la franja continuaba del otro lado del vagón. El tren se detuvo y volvió a arrancar, más y más gente se apiñaba en el reducido espacio, y comencé a pensar en lo fácil que sería simplemente bajarse en la próxima parada, e irse a casa. Me mordí los labios e intenté seguir respirando. Oí el cascabeleo de una caja de Jujyfruit. Al final, en  la calle 42, salí por la fuerza, y seguí las rampas y las escaleras sinuosas para tomar el tren expreso hacia el Upper West Side.

Me senté al lado de un joven, de unos 20 años, de traje de poliéster color crema y sombrero de pescador. Tenía una copia de “Naked Lunch” sobre las piernas, y la cabeza inclinada en concentración. Me pregunté si iría al tributo, pero no quise molestarlo. Nunca he podido leer en el subterráneo, y no pude evitar impresionarme de que él tuviese esa habilidad, aunque noté que parecía nunca voltear las páginas. Cerca de la calle 80, sentí una leve presión sobre mi hombro, y me volví con lentitud para confirmar que, en efecto, se había quedado dormido sobre mi hombro. Lo dejé dormitar, y miré dentro del vagón, preguntándome quién iría a St.John, y quién se quedaría afuera del restaurante Tom’s con los equipos de cámaras y los platos satelitales. Todos nos mirábamos unos a otros, pensando lo mismo.

En la 110, el vagón se vació. Dejé al joven, esperando que despertara antes de que las puertas se cerraran. Tuve una visión momentánea de él despertando en el Bronx, solo en el vagón con su libro todavía en la misma página, rodeado de silencio. Después fui arrastrada por la multitud hacia las calles luminosas; y luego de un momento de desorientación, comencé a dirigirme lentamente hacia la catedral.

La catedral de St. John the Divine en Nueva York está sin terminar. Yace en una curva de tierra en la calle 112 en Harlem, engañosamente pequeña desde el exterior. El andamiaje parece cubrirla como una red, por lo que es imposible comprender el verdadero tamaño del edificio. Me acerqué al edificio por el lado izquierdo, dejando atrás un pedacito de jardín espeso de arbustos verdes en plena lozanía. Cuando pasé el portón del jardín, me detuve a mirar una plazoleta de piedras varios escalones hacia arriba, con bancos en círculo alrededor de una escultura. La escultura era imponente. Verde y gris por el paso del tiempo. Uno, tal vez dos pisos de altura. Desde un grueso pedestal, un cáliz parecía levantarse desde la tierra, ensanchándose en la forma de un inmenso cangrejo. En la espalda del cangrejo surgía lo que parecía ser un sol con forma de ojo, mirando de reojo y sonriendo a la vez que pujaba para salir al mundo como un dios Lovecraftiano. Arriba del sol, unas figuras brincaban, como atrapando un viento invisible hacia las estrellas: animales y seres semejantes a humanos, retorcidos, contorsionándose y curvándose, a punto de tocarse unos a otros por dentro y por fuera. Las figuras se levantaban en el aire con una brutalidad y energía sexual pagana que parecía desafiar la noción de que manos humanas hubiesen moldeado jamás este monumento. Me resultaba tan ajeno y tan vivo, parecía como si quizás hubiese sido abandonado allí millones de años atrás, por alguna antigua raza visitante. Mientras me separaba de los movimientos congelados de la escultura, me puse a pensar cómo pudo haber terminado aquí, en el jardín contiguo a una catedral cristiana.

Entré a la catedral junto con varios cientos más, y avanzamos como en oleadas hacia la nave. Y continuamos caminando. Sin cesar, hasta que me parecía haber estado caminando por una hora más o menos. Pero no fue la extensión de piedra fría y gris que se elevaba hasta la cúpula celestial; no fue la longitud del piso, la llanura de piedra vertiéndose casi hasta el horizonte y más allá, lo que me quitó la respiración. Fue el inmenso y vasto espacio que el edificio contenía, lo que me dejó perpleja. Doblegar la voluntad del espacio, de la nada, a la voluntad del hombre, con simple piedra y mortero; ¿cómo pudieron mil personas y unas pocas palabras, hacer retroceder a esta nada que la catedral abraza con tanta resolución? El estrado era chico, las sillas eran irrisoriamente pequeñas, y yo…yo alcé la cabeza y dije mi nombre, y lo sentí desplomarse a mis pies. ¿Esta noche también sería sobre la Nada? ¿Cómo podrían unas pocas palabras y unos pocos recuerdos de un solo hombre competir con la masa y la voluntad de este edificio? Tomé mi lugar en la tercera fila, y fijé la vista en los vitrales. Hasta los santos parecían estar abrumados y cansados. Siguió llegando más gente sin cesar por una hora, hasta que el piso entero estaba atestado de cuerpos. A las 7, el programa empezó, y me resigné a una velada de lento ahogamiento en la presencia imponente de la iglesia.

***

No recuerdo con gran  precisión el orden de los amigos y compatriotas de Allen que subieron al estrado para rendir sus tributos individuales. En tanto que todos intentaban llenar el vasto espacio dentro de las aristas de los arcos que estaban sobre nuestras cabezas, el edificio parecía tomar a cada persona y reducirla en tamaño, disminuir sus voces y acaparar nuestra atención. Las filas de televisores que punteaban los lados de la nave me parecían pequeños parpadeos de luz, casi inconsecuentes en comparación con las rugosas paredes que forzaban mi mirada hacia un remolino de azulejos terracota que formaban la bóveda. En la penumbra, éste parecía moverse en lentos círculos sobre nosotros, como si estuviese juntando fuerza para convertirse en tormenta.

Una a una las personas subieron al estrado y a dos altos púlpitos, todos amigos y compatriotas de Allen. Stephen Smith, Steven Taylor, Bob Rosenthal, Andy Clausen, Ed Sanders, Jayne Cortez y otros, cantaron, recitaron poemas de Allen y de ellos mismos, gritando, llorando, riendo y persuadiendo a la multitud para que recordara colectivamente a Allen como activista y defensor de la paz. Pedro Pietri hizo que todos cantaran una canción acerca de las tribulaciones de comprar y usar zapatos baratos. Anne Waldman cantó y recitó con delirio un poema y un discurso honrando la campaña de Allen en contra de las armas nucleares. Y Danny Schechter rompió el tabú, y pronunció el nombre que había estado guardado en nuestras mentes. Schechter dio un discurso colérico e irrisorio acerca de la ineptitud de los medios, la atención que prestaron al Show de la Nada, no haciendo otra cosa para informar sobre el tributo más que un pequeño subtítulo en el Times, que inscribió la fecha como 15 de mayo en lugar de 14. Leyó una lista comparativa de Seinfeld/ Ginsberg, haciendo notar las diferencias entre las irrealidades de un show sobre Nueva York, filmado en Los Angeles, y un hombre que pasó gran parte de su vida viviendo y escribiendo sobre esta ciudad. Seinfeld no es nada, dijo, Ginsberg era y es todo.

Natalie Merchant cantó durante la primer hora del tributo de tres horas. Les dio la espalda a las más de mil personas y dejó salir un himno en latín hacia los altos cielorrasos, dejando que su poderosa voz se zambullera y se encumbrara, sin acompañamiento, sobre nuestros rostros extasiados. Yo esperaba que tal vez éste fuera un momento catártico, el momento en el que nos uniríamos, respiraríamos el mismo aire, gritaríamos el mismo grito. Pero parecía que nada podía romper el hechizo de la catedral. Durante la tercera canción, se descompuso, y rápido pero con gracia, dejó el estrado, dejando su emoción colgando en el aire polvoriento como una pregunta sin respuesta.

Persona tras persona, tributo tras tributo, todos seguidos de risas, reflexiones, aplausos. Comencé a preguntarme si yo era la única que sentía como si algo vital y vivo estaba faltando. Faltaba esa fuerte conexión entre la audiencia y el estrado. Había una emoción genuina, una emoción poderosa. Pero… yo esperaba algo mucho más fuerte. Esperaba trascendencia, fuego.

No esperé en vano. Poco después de las 9 de la noche, cuando la luz había sangrado desde el vitral, la catedral empujó la oscuridad de sus lados más sombríos hacia nuestros rostros; cuando las motas de polvo quedaron suspendidas, pesadas, en el aire frío, alguien subió al estrado y nos prendió fuego.

***

Yo estaba a sólo treinta pies de ella, y aún así parecía tener poca más sustancia que la delgada llama blanca de una vela. Rostro blanco, huesos delgados, y una dulce sonrisa que contradecía su edad. Acompañada en el piano por Phillip Glass, Patti Smith subió al estrado con varias hojas de papel. Los aplausos se extinguieron con rapidez, su presencia los apagó, y sentí, desde los treinta pies de distancia, como si alguien me hubiese tomado firmemente la cabeza y dicho: debe prestarse atención.

A medida que las suaves notas del piano se elevaban en el aire, Patti caminó hasta el micrófono, y comenzó a leer los papeles. Palabras de Allen, que no había oído nunca antes; una lista, una letanía, sobre, bueno…todo. Todo lo que parecía saltar a la vista, si uno prestara atención mientras camina por el mundo. Su voz era profunda y oscura, se vertía desde sus entrañas, y ondeaba hasta nuestros rostros como una ola, sin esfuerzo. Sentí que una corriente me halaba hasta sus palabras y luego me empujaba a cientos de pies hasta la entrada, el silencio y el poder agobiaron a todos. La lista creció, la letanía se hizo más poderosa, y la voz de Patti se volvió más espesa y más profunda con algo de emoción indomada. Comenzó a juntar fuerzas en su boca, y ella comenzó a pujar más y más duro en contra de esta emoción, y las palabras brotaron con mayor dureza y fuerza. El silencio se hizo tan fuerte, tan espeso. Nadie respiraba. Todo se suspendía en la arquitectura de su emoción, y en las palabras de Allen.

Y sucedió: hipó, y regurgitó, y un espeso hilo de saliva brotó de su boca. El lugar completo se estremeció. Yo no estaba segura de qué era lo que había pasado. ¿Estaba descompuesta? Se me pusieron los pelos de punta, y se me detuvo el corazón. Las palabras se desaceleraron, y esperamos. Fue un momento de extremo pesar, un momento en el que el corazón humano se parte, se detiene, se pliega en sí mismo y se retira. Y ella lo tomó, tomó el momento, tomó el pesar y la rabia y nuestro miedo y asombro y atención y  lo apretó y lo moldeó y lo forjó como a metal caliente. Nos llevó a ese lugar al que habíamos deseado ir durante toda la velada, arrastrándonos con sus palabras, ahora tan poderosas y fuertes que parecían formar una catedral aparte, elevándose más y más alto, desafiando el mudo poder de St. John, y nuestros corazones estaban acorralados por el miedo y el gozo a medida que nos elevábamos más y más con su voz, y al mirar hacia arriba podía ver a la cúpula revolverse con el poder de las palabras de Allen, con el sonido de la voz de Patti, y sabía que por este segundo todos los hilos de la vida conducían aquí, a este punto sobre nosotros, remolineando con la fuerza y la energía de sus palabras; y el peso del momento se apretó contra mi corazón, y finalmente las lágrimas saltaron al aire. El momento colapsó; y la lista concluyó, las notas se extinguieron en el silencio, y nuestro aplauso no fue más que el llanto de nuestras almas derramándose en nuestras manos y en el aire eléctrico. La banda de Patti empezó a tocar, y ella volvió a subir al micrófono, esta vez para decir un “Pie de página para ‘Aullido’”, y volvimos a bullir cuando una vez más nos arrastró hacia las aguas oscuras de su voz. Una oleada de gritos y alaridos detonó a lo largo de la nave, y a medida que el ritmo se aceleraba, también lo hacían nuestra respiración, nuestros corazones, y nuestras manos aleteaban  frente a nosotros en ansiosa sinergia. Patti finalizó el poema, tomó un clarinete y dejó salir un alarido de notas que parecieron hacer añicos el frío, y dejar a los pesados tapices temblando en el arco de los sonidos. Dejó que el instrumento aullara, lo dejó afearse, enojarse, hacer ruido, importunar; y mientras aullábamos con él, me maravilló el pensar que en esta velada de calmo tributo, sólo tomó un momento de pérdida absoluta y de insultante cólera para galvanizarnos en ese momento de catarsis, cuando cada emoción manaba sin control. Pensé en las palabras de Jack Kerouac “…no sólo acepto la pérdida para siempre, estoy hecho de pérdida…” y me deleité en éste, el más Beat de los momentos, aullando horriblemente hacia el delgado arco de la catedral. Concluyó la canción de rodillas, se inclinó ante nosotros y se inclinó ante nuestra ciudad de emoción y memoria; e inmediatamente se lanzó en una tercera y última canción, gritando palabras incomprensibles en el micrófono, sacudiéndose por el estrado, dando vueltas en espiral como un derviche, dejando que el sonido la transportara y también a nosotros a un estado del ser más elevado, más raro. La audiencia se retorcía y gritaba como un animal, y la imagen de la escultura del jardín vino a mi mente, todo junto ahora, piedra y acero y carne, moviéndose y cambiando de lugar, dejando que el universo nos diera latigazos para avanzar, juntos, con el corazón perforado por saber que nos mantenía juntos algo tan frágil y misterioso como las palabras en una página, tiras de tinta escritas por un hombre que estaba viajando mucho más adelante ahora, tal vez creando ciudades nuevas de palabra y emoción, siempre el arquitecto formando el camino ante nosotros.

***

No recuerdo mucho desde que ella dejó el estrado. Recuerdo a los Fugs cantando. Recuerdo a Steven Taylor tocando la armónica de Ginsberg al final, cantando una canción dulce y triste escrita por Allen a las palabras de William Blake. Recuerdo el video, filmado horas después de su muerte, de su departamento en el Lower East Side, fotos y libros y objetos que quedaron, sin sentido ahora y aun así ricos de historia, aún emitiendo la chispa de su vida. Recuerdo el levantar mi mano y trazar un círculo  en el aire, sintiendo el despertar de la presencia de Patti, el brillo de nuestro pesar y regocijo retrocediendo ante el aire frío de la noche. Y de repente, estaba afuera, oyendo el solitario sonido de mis pies en los escalones de mármol mientras descendía de nuevo hacia la noche de Manhattan. Había dejado la catedral en silencio, aunque todos a mi alrededor estaban riendo y hablando. La ciudad parecía estar fría y distante, las luces débiles y titilando por todos lados. Volví a pasar por el portón del jardín, cerrado ahora, me quedé mirando hacia arriba a las figuras que aún se desbocaban y fornicaban en su camino hacia las estrellas, mientras el viento susurraba alrededor. Incluso se movían aún en la piedra, creando una arquitectura de ideas en mi mente, una catedral de imágenes. Agregué los recuerdos de la noche a la estructura, la elevación de las voces hasta los arcos de St. John, el torbellino tronador de la cúpula sobre nosotros, y lo dejé verterse sobre la ciudad que me rodeaba. Y me aferré a la emoción por el tiempo que pude, hasta que el momento se deslizó hacia la corriente de todas las cosas, como todos los momentos hacen al final.

Y no fue la nada. Fue algo. Todavía lo es, mientras recito sus palabras, ahora en la oscuridad de mi cuarto, y siento que un delgado hilo de vida se me desenrolla hacia el mundo, buscando conexión, dejándome saber que hay otros allá afuera, y que a ellos, se les debe prestar atención. Es Allen, vivo en nosotros y creando. Siempre.

***

 

Dibujo original de Allen Ginsberg

Para averiguar más datos sobre la Cathedral of St. John the Divine, visite el sitio oficial, que contiene la historia visual de la catedral, y horarios de visita, servicios y eventos.

Para mayor información sobre el Comité de Poesía, Inc., que auspició “Noticias del Planeta: Un Tributo a Allen Ginsberg”, puede escribir a:

Committee on Poetry, Inc.
P.O. Box 582
Stuyvesant Station, NY 10009-0582

Allen Ginsberg, por supuesto, tiene numerosos sitios dedicados a él. A continuación se encuentran algunos de los mejores, que lo guiarán a un número mayor de sitios de Ginsberg:

Literary Kicks: creado por Levi Asher, este es uno de los primeros y mejores sitios en el internet, con información exhaustiva sobre todos los Beats mayores y menores; también puede leer la excelente ficción de Asher "Queensboro Ballads"en el sitio.

The Naropa Institute: Es una excelente página de tributo a Allen Ginsberg, con links a otros sitios, como también ensayos y poesías conmemorativas; desde este sitio se puede acceder a la “Jack Kerouac School of Disembodied Poetics”, que es la escuela de escritura creativa fundada por Ginsberg y Anne Waldman en 1974.

Ginsberg: Shadow Changes into Bone: este sitio se llama a sí mismo “centro distribuidor de todas las cosas Ginsberg”, y parece serlo, con extensa biografía, artículos, entrevistas, fotos, textos, noticias, reseñas de libros, y más.

City Lights Bookstore: si quiere comprar alguno de los libros de Ginsberg, entonces éste es el lugar. Con Lawrence Ferlinghetti como dueño, City Lights tiene un lugar importante en la historia Beat, como también una de las más completas selecciones de literatura Beat disponible.

Si busca impresiones raras y originales de literatura Beat, hay tres sitios excelentes, los cuales proveen una gran variedad, desde lo exótico y costoso hasta lo de precio bastante razonable:

Water Row Books

Compendium Books

Dharma Books

 

Puede contactar a Livia Sian Llewellyn en Hiraeth@ix.netcom.com