Nuestro Hombre En Roma

Un chiste viejo muy bueno

Viernes Santo en el Coliseo, 1999

por Yves Jaques

Traducción: Mercedes Camps Herrero

  

Representación: *****
Argumento: **
Reacción táctil: Sí
Innovación: No
Aristóteles dice: Suspendido
Platón dice: Aprobado

  

Roma da un incoherente espectáculo de Semana Santa cuya cómica pomposidad es equiparable a su carácter profundamente conmovedor. Con la cercanía de su representación número dos mil, esta fiesta ha conseguido conquistar su muerte tal Ave Fénix, una duplicidad esencial en esta época de ancho de banda en aumento y capacidad de concentración decreciente.

Pascua es siempre un período de esquizofrenia espiritual para los cristianos, la alegría de la salvación matizada por el sacrificio de Jesucristo. Pero en Roma, en su posición encontrada como sede del imperio que mató a Jesucristo y de la confesión que más ha promovido su nombre, la esquizofrenia se ve agravada, ya que lamentar la muerte de Jesucristo es ponerse en la piel del verdugo. 

El Papa, cabeza de lo que constituye en esencia el último vestigio del Imperio Romano, es simbólicamente descendiente y juez del verdugo. Su papel en esta fiesta es sorprendentemente antagónico: salvador, doliente, peregrino, penitente, asesino y rey. Él preside la Semana Santa con resolución grandiosa y real, pero las fases del ceremonial sólo consiguen subrayar la fragilidad de todo este asunto, esta estructura donde se moderan el alma y lo desconocido.

De pie en el Coliseo el Viernes Santo, mientras el Papa visita el suelo marchito de los Mártires, la muchedumbre está aturdida por la mezcla embriagadora de expiación individual y purga común. Se puede sentir con intensidad la incómoda convergencia del individuo con el estado. Hay dos funcionarios controlando los extremos del cordón que recibirá al Papa. Uno está bebiendo una cerveza, el otro mordisquea un bocadillo alegremente. Los peregrinos llegan de todas partes. Tiesos y manifestando una dignidad indiferente, los carabinieri en sus uniformes de Versace controlan a la multitud. Coches negros relucientes pasan con dificultad a lo largo del cordón. A través de sus cristales ahumados pueden percibirse las borrosas y sombrías siluetas de cardenales y obispos.

Hay una pausa tras la que una flota de polis motorizados pasa como una exhalación por el cordón a una velocidad impresionante, seguida momentos más tarde por un magnífico sedán Mercedes de inicio de los 60, conservado de forma impecable. ¡Es el Papa!. Y, con su exuberancia habitual, el gentío de italianos aplaude frenéticamente a su paso.

Esta repentina salva de aplausos es acallada de inmediato al aparecer Juan Pablo llevando ropajes en blanco y rojo. La multitud recobra la calma. Este es el hombre, después de todo. Ayudado por ambos lados, el Pontífice Supremo se mueve con briosa prisa hacia el interior, totalmente iluminado, del Coliseo. El cordón se cierra. Se ha ido y, como objetos lanzados al mar en medio de la tormenta, la muchedumbre fluye en la estela de la procesión, desparramándose al pie del Palatino.

 Apenas es desplazada la muchedumbre, esta maquinaria bien engrasada de teatro pasa al siguiente acto. Comienza el Via Crucis y ahora las cosas se ponen surrealistas. Uno recuerda las escenas de peregrinos en Las Noches de Caberia y La Dolce Vita de Fellini. Las luces de película son cegadoras. Más arriba, las cámaras de televisión giran dando vueltas sobre travelines gigantescos. Voces extrañas resuenan en el sistema de megafonía montado en el ángulo superior del Coliseo. Hablan monótonamente, susurran y cantan en una docena de idiomas.  Mirando de soslayo a los altavoces, juraría que el edificio se asemeja a la Torre de Babel de Bruegel.   

 “Jesús cae por primera vez”, clama una voz imperiosa, y el suelo retumba con el peso del metro que pasa por su túnel allá en las profundidades. Suenan los móviles, y sus propietarios, avergonzados, giran sus caras susurrando en el auricular con sus manos ahuecadas como si fuesen a recibir la comunión. El aire es muy limpio. La Pascua es un prodigio ya que, en un país donde todo el mundo fuma por todas partes, nadie está fumando.

 Apoyándose en un acompañante, el Papa emerge del edifico con forma de útero llevando bien alta su cruz fálica. La procesión está formada únicamente por hombres. Como una serpiente, se desliza a través de la muchedumbre hacia la colina del Palatino, parando cada cien metros para representar otra Estación. La vieja espalda encorvada de Juan Pablo, el ritmo lento del ritual y su terrible formalismo, con respecto a esta moderna ciudad de contaminación y coches Smart, producen una sensación curiosa, agudamente histórica a la vez que anacrónica. Una sensación que crea la fe de la que se alimenta. 

 Si la fe puede ser definida como la participación activa del alma en el mundo físico, su presencia un Viernes Santo en Roma es insólitamente silenciosa. La pasividad de la audiencia es sorprendente. Esto es el teatro y el único requisito existente para la multitud es que se comporte como niños, o sea, que sea visible pero muda. En nuestra era interactiva, donde cada vez más la muchedumbre se ha convertido en la misma representación, es palpable en el Coliseo el ambiente de reliquia del catolicismo. En contraste con la tradición de pisar fuerte propia del pentecostelista, que baila en la iglesia en lugar de en la discoteca, es difícil comprender como puede el Papa moderno sufrir el alma moderna. 

 Mientras Juan Pablo desconecta tras su discurso en la cima del Palatino, baja el telón y la muchedumbre se dispersa, existe un tenue y aparente pesar por la muerte de un profeta y una exigua y visible celebración por la salvación venidera del hombre. No, más bien se trata de la búsqueda de un café y una grappa, y la preocupación sobre cuanto tardará uno en atravesar las calles romanas atestadas de tráfico y la vieja pregunta que tiene 2.000 años: ¿ha sido el espectáculo de este año mejor que el anterior?.

Puede ponerse en contacto con Yves Jaques en yjaques@tiscalinet.it