Un año de replanteos
(El efecto 11 de Septiembre)
por Jennifer Prado
Septiembre 2002
Algunas de las mejores decisiones que alguna vez he tomado han sido las carentes de razón. Aquellas en las que el impulso fue pura emoción. Cada vez que me he enamorado ha sido como un rapto de luz. Nunca hubo forma de prevenirlo: un gran estallido y de pronto, el resplandor. Ya había estado pensando en abandonar Nueva York, aunque dudaba. Sabía que era el único lugar en el mundo donde me permitían ejercer mi propia rama de la esquizofrenia, y ser de una sola vez, todo lo conflictiva que quisiera. ¿Dónde más, sino aquí, podía rodearme de gente exótica e interesante de todos los continentes? ¿Dónde más podía reinventarme cada semana, y en un arranque de pereza total, hacer que alguien me alcanzara un cappuccino en la puerta de mi casa? Me encantaba pasar los domingos enteros caminando por las calles, y más aún, cuando llovía. Todo el mundo siempre hablaba de la energía que emanan las calles de Nueva York: Una verdad que vale la pena reiterar. Cada esquina, cada cruce está plagado de posibilidades. Si trabajas duro y tienes suerte, puedes re-dibujar el curso de tu destino en esta ciudad.
En lo personal, todo lo que fue realmente importante para mí, se transformó después del 11 de Septiembre. Para todos los que lo contemplamos desde las ventanas de nuestras oficinas y desde las calles, fue una experiencia colectiva cercana a la muerte. Mi dolor jamás podrá igualar al de quienes perdieron a sus seres queridos y amigos, aunque sé, que también fui parte del blanco. Había estado demasiado cerca, y supe que al menos cincuenta personas que apenas alcanzaron a escapar, y dos conocidos fallecieron. Eran jóvenes, luchadores... sus familias quedaron devastadas ante tanta injusticia.
Caminé hasta casa esa mañana y me crucé con empleados del NYSE que aún tenían sus ropas de trabajo, cubiertas de polvo gris. Noté que los bares ya estaban atestados de hombres llenando sus cuerpos de cerveza y los negocios de Godiva estaban repletos de mujeres, buscando un chocolate. Mientras caminaba hacia el sur, observé un vacío en el cielo, y como la mayoría, no terminaba de entender lo que estaba viendo. No salí de mi departamento durante tres días hasta que se me terminó la comida. De repente surgió el miedo al subte, estaciones de tren, llaves de paso, túneles, multitudes, ascensores y a los hitos de la ciudad. Dormía con las luces encendidas y dejé de abrir mi buzón del correo. Me senté frente al televisor y lloré por toda la gente que buscaba a sus familiares y por todos los bomberos desaparecidos.
La línea de teléfono de mi departamento dejó de funcionar, y mi teléfono celular perdió la señal, de modo que la única fuente de comunicación con mi familia fue el correo electrónico. Mis padres vivieron largas horas de desesperación, hasta que me escucharon, porque más aterrante aún fue para aquellos que lo veían de afuera y que tenían un concepto bastante difuso de las distancias y del espacio dentro de la ciudad. Viejos amigos, de todo el mundo, me enviaron temblorosos mensajes preguntando si me encontraba bien, y realmente esperaban una pronta respuesta.
Estaba sorprendida de mis propios sentimientos. Siempre fui una pacifista, aunque en ese momento, sólo sentía sed de venganza. Deseaba que aparecieran los súper héroes y nos ayudaran; quería que Superman sobrevolara la ciudad y nos protegiera. Cuando recuperé la valentía de salir, encendí velas en Union Square y leí los carteles en Armory, y sollocé por las pérdidas de todos, por el dolor de tantas vidas interrumpidas. El edificio donde vivía perdió a cuatro jóvenes, solteros, y el encargado debió ingresar a rescatar a sus perros, cuando supo que sus dueños jamás regresarían a sus hogares. Comencé a obsesionarme por los números. Pensaba que si cada persona desaparecida conocía a cien personas más, que estarían preocupándose por él o ella, entonces esa pérdida emocional estaría afectando a casi quinientos millones de seres. Pero mientras pasaban los números por mi cabeza, e intentaba distraerme con los cálculos, bien sabía que la pérdida real era incalculable.
Me enamoré de los neoyorquinos más que nunca. Admiré la valiente e inmediata reacción de las fuerzas de rescate, los dueños de los deli pegando en sus frentes carteles sobre donaciones de sangre, y me conmoví al reparar en los extranjeros, parados en las calles, posando sus miradas en mis ojos, en mis lágrimas, y preguntando si necesitaba ayuda. Comencé a sentir una abrumadora sensación de empatía, que me aterraba y me entrecortaba la respiración; alcancé a agradecerles y decirles que estaba bien. La impersonalidad de nuestra ciudad se había transformado, de la mañana a la noche, en un pueblito. De repente, todos mis amigos del resto del mundo comenzaban a desaparecer. Las madres de todo el universo, al unísono, enviaban sus pedidos de desesperación, indicando a sus hijos errantes que ya era hora de volver a casa. Incluso nuestro humor había cambiado. Me invitaron a una Fiesta del Fin del Mundo y llevamos nuestras máscaras de gas, palomitas de maíz Cipro y las bajamos con vodka. Sentíamos culpa por intentar divertirnos en un momento como ése. Después de una semana, regresé y me sumergí en el trabajo, aunque ya nunca más pude volver a tomarlo seriamente. Si la vida se podía terminar tan rápido, ¿quería realmente estar sentada ahí con mis compañeros intentando encontrar los objetivos de otro?
Cuando estudiaba en la universidad, aprendí los cuentos cortos de James Joyce y el profesor nos pedía que identificáramos el momento del replanteo, la epifanía, cuando el personaje vuelve a evaluar dramáticamente toda su vida y llega a la conclusión de que está haciendo todo mal. El momento preciso en el que decide tomar un nuevo rumbo en su vida. Aún después de completado el curso, llevé mi copia sobre la gente de Dublín a todas partes, para volver a leer esos retratos de transformación espectacular. Una vez un joven, que había estado tratando de llamar mi atención durante todo un semestre, se me acercó en la cafetería y me dijo que yo estaba leyendo su libro favorito. Se paró delante mío y recitó la primera página del cuento que yo estaba leyendo. No lo pensé dos veces. Sentí un arrebato y lo besé. Las luces de la cafetería parecieron titilar por un instante.
La epifanía de mi propia vida, relacionada con el 11 de septiembre, ocurrió cuando me encontraba leyendo los homenajes rendidos a los muertos y desaparecidos en el New York Times. Un párrafo relataba la historia de un joven corredor de bolsa, que había decidido proponerle matrimonio a su paciente novia el siguiente fin de semana. Iba a ser una sorpresa maravillosa. La iba a invitar a pasear en canoa y remarían suavemente hacia el recodo del río. Sus pequeños sobrinos y sobrinas los estarían esperando justo allí, en la costa, con carteles anunciando, "¿Te Casarías Conmigo?" Lloré por ese joven corredor, por no haber tenido la posibilidad de darle a su novia esa inmensa alegría y porque le habían arrebatado la felicidad de contemplarle la cara cuando ella leyera los carteles. Lloré por esa novia, que había esperado durante tantos años, y jamás podría ser su esposa. En ese momento decidí que debía tomar todas las cosas que había aprendido en la ciudad de Nueva York y salir a buscar el sueño perdido en tanta confusión. Debía alejarme para encontrar un sitio tranquilo donde escribir. Así abandoné todo.
Hoy me encuentro en un lugar que no podía ser más distinto, aunque creo que todo cambio debe ser dramático y extremo. Imaginen mudarse de Manhattan a una zona rural de Oklahoma. Aquí no necesito hacer ningún esfuerzo para ser distinta. La gente del lugar me ha dado un apodo al verme correr por las carreteras. En medio de un valle de colinas, campos, ganado pastando y bajo un cielo azul inmenso, ellos llaman a una mujer en ropa deportiva: Ilusión óptica. Las esposas de los granjeros me miran con rareza y murmuran sobre mi, porque no sé cocinar y no tengo hijos. Estoy aprendiendo cosas que Nueva York jamás podía enseñarme. Me avergüenza decir que yo pensaba que el maíz era perenne, y que crecía por sí solo todos los años, como las flores del jardín de mi madre. Estoy aprendiendo a observar el cielo y decir si va a llover, o si las nubes están cargadas de simulación. Mi reloj pulsera se rompió en la primera semana de llegada a este lugar, así que ahora, cuando los loros salvajes sobrevuelan nuestras cabezas y el firmamento hace eco de sus chillidos, sé que me queda media hora para que se ponga el sol. Un día vi que mi vecino compró una yegua. No le controló los dientes ni revisó sus patas. Pasó su mano sobre la panza del animal para ver si se quejaba de algún dolor. La condujo de su montura para ver si era terca o si tenía un andar manso. Le habló y contempló sus orejas para ver si ella lo escuchaba.
A mi manera, estoy intentando rendir homenaje al legado de víctimas del 11 de septiembre. Estoy intentando encontrar los objetivos en los que siempre he creído, pero antes de quedarme sin coraje, tenía mucho miedo de lo que estaba abandonando, y me distraje con el paso frenético que demanda la vida en Nueva York. Decidí que ya no quiero ser una persona que hace planes, alimenta sueños y jamás tiene la posibilidad de vivirlos.
El poeta brasilero, Vinicius de Moraes, tiene una línea: que seja infinita enquanto dure. Habla del amor, aunque me gustaría aplicar esas palabras a la nueva vida que estoy intentando. Que sea infinito mientras dure.